Cuando la tierra sacudió a la Aldea de Chocolate Mágico

Había una vez un grupo de duendes que vivían en la Aldea de Chocolate Mágico, cuyo nombre se debe a que las cabañas estaban construidas con ramas de chocolate y las calles eran de caramelo. A muy pocos kilómetros se encontraba una enorme cordillera, por lo que, de vez en cuando percibían temblores.
Un día de invierno, haciendo mucho frío pero con el viento calmo, sucedió algo que cambiaría sus vidas para siempre.
El cielo se oscureció de golpe, como si hubiera llegado la noche, las lámparas se movían de un lugar a otro, los muebles empezaban a hacerlo también, y las personas comenzaron a gritar:
-¡Un temblor fuerte!
-¿Qué hacemos?
Y así miles de preguntas en medio del caos producido por el miedo.
Fueron minutos que parecieron horas y casi todo el pueblo quedó en ruinas. Las ramas de chocolate caían de los techos y raspaban las paredes de las casas, rompiéndolas, luego se deshacían en las calles de caramelo.
Los duendes dejaron de trabajar y se juntaron en la plaza del pueblo, para elegir un líder y comenzaron a distribuirse las tareas en grupos, reunidos de acuerdo a lo que cada uno sabía hacer.
Mientras tanto sus esposas y los duendecitos caminaban por los espacios menos resbaladizos tratando de encontrar un lugar donde ir a pasar la noche.
Al otro día iniciaron las tareas de reacomodar lo que se podía y de rearmar lo arruinado por eso las duendes comenzaron a realizar comidas y postres para todos, los duendes trabajaban los árboles de chocolate y caramelo derritiéndolos para construir las calles y las ramas para los techos, otros armaban las ventanas con marcos de caramelo y las puertas para que las familias pudieran regresar.
Durante un año realizaron lo mismo hasta terminar con la última cabaña y ese día organizaron una gran fiesta de la solidaridad.

Contemplación

El silencio y la llovizna solo dejaron escuchar los pajaritos anunciando el despertar de un nuevo día. Un sol que, escondido entre las nubes, se desperezaba mientras la luna se despedía.
Mientras preparaba el desayuno, vio a dos palomas coquetear sobre la rama de un pino, sus alitas se abrían como reflejo ante la posible caída por la danza del viento. La ventana de la cocina era como el lente de una cámara fotográfica captando ese instante. Observó durante un largo tiempo, quizás segundos, quizás minutos, cual muñeca de juguetería en una vidriera.
Picoteaban entre ellas, se miraban de reojo como aquel enamorado susurrando pequeños “te quiero” al oído con mucha dulzura y suavidad, despidiendo ese perfume que sólo conquista a quien lo percibe. Nadie los molestaba. La soledad era su compañera.
Comenzó a silbar la pava y, de repente, recordó qué fui a hacer allí. Sólo por un instante intenté atravesar la muralla de vidrio para escalar junto a ellos una rama, recordó cuando de niña jugaba a dibujarle caras a las nubes o esquivar las gotitas de la llovizna.
Desayunó como cualquier día, aunque hoy, por ser fin de semana, detuvo mi mirada para contemplar tan espontáneo y grandioso espectáculo de la naturaleza. Las palomas volaron hacia el infinito cielo mientras la borra del café dibujaba una sonrisa en el fondo Contemplación
El silencio y la llovizna solo dejaron escuchar los pajaritos anunciando el despertar de un nuevo día. Un sol que, escondido entre las nubes, se desperezaba mientras la luna se despedía.
Mientras preparaba el desayuno, vio a dos palomas coquetear sobre la rama de un pino, sus alitas se abrían como reflejo ante la posible caída por la danza del viento. La ventana de la cocina era como el lente de una cámara fotográfica captando ese instante. Observó durante un largo tiempo, quizás segundos, quizás minutos, cual muñeca de juguetería en una vidriera.
Picoteaban entre ellas, se miraban de reojo como aquel enamorado susurrando pequeños “te quiero” al oído con mucha dulzura y suavidad, despidiendo ese perfume que sólo conquista a quien lo percibe. Nadie los molestaba. La soledad era su compañera.
Comenzó a silbar la pava y, de repente, recordó qué fui a hacer allí. Sólo por un instante intenté atravesar la muralla de vidrio para escalar junto a ellos una rama, recordó cuando de niña jugaba a dibujarle caras a las nubes o esquivar las gotitas de la llovizna.
Desayunó como cualquier día, aunque hoy, por ser fin de semana, detuvo mi mirada para contemplar tan espontáneo y grandioso espectáculo de la naturaleza. Las palomas volaron hacia el infinito cielo mientras la borra del café dibujaba una sonrisa en el fondo de la taza.

Heladas Costumbres

Una familia muy tradicionalista. Típica en un pueblo que crecía a paso de tortuga. Sus primeros integrantes habían ido a la escuela en la estancia donde trabajaban de generación en generación. Solo su nieto menor, Tomás, se trasladó al pueblo con su familia porque quería ofrecerles las huellas reales del progreso.
Sus abuelos maternos, Clotilde y Eginio, de ochenta y siete y noventa y cuatro años, ambos inmigrantes italianos que llegaron después de la guerra, arraigados a la fe católica y a los buenos modales de las familias patricias de su época. De escueto hablar durante las reuniones familiares otorgándole una destacada importancia a la mirada del otro por considerarla juez de su status y referente de sus conductas. Sus cuatro hijos, tres varones y una mujer, solo conocieron la jerarquía del hombre sobre la mujer cual servidora fiel debía de ser a sus solicitudes.
María del Carmen y Humberto, sus padres de sesenta y siete y setenta años, nacidos en nuestro país no vivieron el desarraigo de su tierra ni de sus seres queridos. Se conocieron en los tés danzantes de las diferentes estancias que visitaban junto a sus familias cuando iban a comprar mercadería o a compartir días de vacaciones en estancias amigas. De niños sus padres los enviaron pupilos a escuelas católicas donde también aprendieron sobre la otra vida que ofrecía el pueblo, esa de los coloridos carnavales o las multitudinarias y heterogéneas procesiones para las fiestas patronales donde se distinguía la clase pero todos participaban a su manera, aunque conservaban en sus rutinas los valores que pretendían transmitir a sus hijos.
Pero la modernidad era una asignatura pendiente, corría como avestruz desesperada porque el dinero ya no les permitía conservar su nivel y estilo de vida. Entre lágrimas y dudas debieron acomodarse a nuevas costumbres que los llevarían hacia paraísos desconocidos y delicados. Su familia se tornaba cual péndulo de reloj de madera marcando los segundos. Sus cuatro hijos Sabina de treinta y ocho años, Ofelia de treinta, Cristian de veintiséis y Tomás de veintidós años.
Mientras sus hermanos vivían y trabajaban en la estancia, Tomás conoció una chica llamada Paula que vivía en un pueblo cercano. Después de años de noviazgo decidieron casarse. Acontecimiento que trajo consigo una revolución familiar porque ella era de clase media y trabajaba en un comercio, algo que ni los padres ni los abuelos de él tolerarían.
Transcurren los meses y llega a su mundo alguien muy particular. Como no pueden tener hijos, deciden adoptar un bebé de unos meses, quien fue abandonado por su madre por tener una rara discapacidad psicomotriz. Pero su sonrisa conquistó de tal manera los corazones de Tomás y Paula que decidieron ser sus papás y compartir ese amor tan grande, generoso y divertido que él solía brindarles. Lo llamaron Germán.
Ninguno de los familiares de Tomás fue al bautismo de Germán. Sin embargo sus lenguas parecían congeladas por la magnificencia del poder que otorga el dinero y desconoce el corazón. Trabajaban de sol a sol para tener la excusa justa del cansancio cotidiano. Y los abuelos de Tomás vivían implorando a Dios que les explicara semejante desgracia, porque ellos no podían tolerar la mirada de los demás que les generaba vergüenza. Todos los domingos se juntaban a almorzar en la estancia, pero a Tomás y su familia no lo invitaban.
Sin embargo Germán creció jugando con sus vecinitos, viviendo en una casa sencilla donde todos podían entrar y salir. Fue a la escuela primaria y ya estaba por comenzar primer año de la secundaria. Se realizaba los controles médicos de rutina. Él solía decir que se sentía orgulloso por la hermosa vida que le tocó.
Hasta que un día le pidió a su papá conocer a sus abuelos y bisabuelos:
—Mira papá yo no quiero generarte ningún disgusto, pero ya que están vivos mis abuelos y los tuyos me gustaría conocerlos. Prometo ir relajado y no decir más que mi nombre.
—Hijo, debes comprender que el problema no sos vos, sino ellos. A mí también me gustaría que te conocieran y pudieras compartir experiencias. Pero no puedo asegurarte de que te vayan a aceptar.
—Papi, a seguro se lo llevaron preso. Dale, llévame a conocerlos.
—Bueno, esta noche voy a hablar con ellos para ver si podemos ir el fin de semana a almorzar. ¿Te parece?
—¡Sí! ¡Yuuupiii!— le dijo Germán abrazando a su padre.
Llegado el anochecer, Tomás va a la estancia a visitar a sus abuelos y de regreso pasa por la casa de sus padres para contarles que sería lindo organizar un almuerzo dominical. Fue la misma pregunta y contradictorias respuestas. Su abuelo aceptó, su abuela no y sus padres dijeron un sí muy cerrado. Pero como la palabra del hombre mayor era la que más valor tenía, el domingo próximo almorzarían en la estancia.
Tomás llega cansado a su casa, un poco molesto por la actitud de sus padres, y como su hijo y su esposa ya estaban dormidos, él decide hacer lo mismo.
Al otro día van de compras los tres, pero Germán contaba los minutos que faltaban para que llegara el gran día.
El domingo se van los tres a la estancia y cuando llegan son saludados de manera muy fría por cada uno.
Germán observa y saluda mientras piensa: qué gente rara que no da besos, no se dan la manolos hombres…parecen no estar muy contentos con la visita.
En la cocina conversan la abuela, la mamá y las hermanas de Tomás:
—Esto no es un chico, sino un monstruo, por la manera en que se mueve y encima quiere tomar alguna de esa vajilla inglesa que tengo colocada en la vitrina.
—No, abuela parece agradable. Después de todo cada uno de nosotros tuvimos esa curiosidad también y no nos dijeron nada— dijo Sabina
En ese momento se acerca a la cocina el abuelo de Tomás para avisar que ya es hora de almorzar, así que por favor se acercaran a la mesa del comedor. Después de bendecir la comida, comenzaron a degustar el plato principal y en el momento del postre hubo un entrecruzamiento de palabras entre los padres y los abuelos de Tomás.
—Es una verdadera vergüenza la torpeza de ese niño para sostener los utensilios, como se nota que no ha sido bien educado— dice el papá de Tomás con un tono enojadizo.
—Y bueno, por ser torpe no significa que sea un monstruo— responde Eginio entrecortado, queriendo tranquilizar a los demás.
—Disculpe padre, pero eso no lo tolero. Mire lo que hizo en el mantel tan delicado y fino que le regalara a Ud. su madre— mirando fijamente a su papá a los ojos aclara María del Carmen.
—¡Todo esto es tu culpa!, tú permitiste que vinieran a almorzar hoy a casa. Yo te aclaré que algo iba a suceder porque ese individuo no es normal. Que Dios lo ampare— protestaba su esposa Clotilde.
En un momento dado y lleno de tranquilidad, Germán solicita permiso para hablar levantando su mano y mirando fijamente a cada uno de los comensales les responde:
—Lo que comenzó como un almuerzo entre familias terminó siendo el motivo de mayor disgusto mientras escuchaba sus juicios.
—No, para nada, hijito del Señor, nosotros solo conversamos de situaciones de grandes—dijo la bisabuela, con una voz suave pero poco original.
—Mire abuela Clotilde, yo soy hijo del Señor, hijo de mis papis y bisnieto suyo. Por favor no coloque sus creencias como antifaz de buenos modales porque es de muy mal gusto.
—No, nieto querido, vos no tenés la capacidad de comprender lo que dijo mi madre, sos muy pequeño.
—Lo único que entiendo es que a usted no puedo llamarla abuela porque siempre le di vergüenza u jamás me fue a visitar a mi casa.
—Tiene toda la razón Germán, madre. Nosotros para ustedes fuimos invisibles desde el momento en que quisimos vivir nuestra vida a nuestro modo. Y por este hecho nimio nos juzgan a su manera.
—¿Hecho nimio esto, hijo?—responde exaltada María del Carmen.
—Si abuela, porque el desencadenante de todo este conflicto fue por una sencilla cucharada de helado que derramé sobre un mantel bordado al crochet con hilos metalizados porque yo tengo debilidad psicomotriz. Pero… lo disfruto tanto al helado que me lo he terminado.
Quedando absortos por la sencillez de la respuesta comenzaron a intercambiar miradas y se quedaron callados. Por primera vez fueron despedidos con abrazos por parte de la familia.

Acortando distancias

Transcurrían las vacaciones de verano cuando Joaquín fue a visitar  los abuelos. Todo era silencio. Podía  escuchar a los árboles danzar. El sol saludaba muy temprano. No había ruido incesante de autos como la ciudad de donde él venía.

Su abuelo, camionero desde muy joven, vivía en una casa alta y grande, con habitaciones mono ambiente. En el living tenía una biblioteca con grandes colecciones de libros de todo tema y época, un escritorio en el cual ordenaba los papeles y un juego de sillones importados  comprado en la primera mueblería del pueblo.

La esquina donde había  un reproductor de discos de pasta, hoy estaba un televisor y en la otra punta del comedor, una radio pequeña que sintonizaba onda media y corta en determinados lugares durante el día.

Mientras su abuelo cebaba mates, Joaquín parecía un reportero histórico, en vivo y en directo, de esos que poco preguntan y escuchan. Con  atención cada palabra dicha por el anciano transmitía una melodía de emociones y sensaciones. Postales del tiempo dibujadas por la voz. Labios transformados en plumines con tinta china trazando letra por letra. Manos que parecían brújulas explicando los destinos hacia donde transportó cereales.

—Eran largos los viajes ,querido nieto, en caminos de tierra donde se hundían los camiones, de aquel entonces, cuando había llovido bastante. Nada de dispositivos electrónicos sino el mapa dibujado en la memoria. Una lluvia de mosquitos inundaba los hospedajes donde pasábamos la noche. Nada era tan ágil como ahora y cuando me despedía de tu abuela y tu papá era con un “hasta pronto”, que podía durar días o semanas.

“Por eso adoro la radio, mientras viajaba fue mi compañera, sintonizó diferentes lugares del país y del extranjero con la  onda corta y  media.   Parecía buscadora de  amigos, contando historias, algo como lo que hoy permite Internet.

“Tu papá va y vuelve en el día,  la tecnología permitió un  mayor control, mejor comunicación y más tranquilidad para quienes pasamos nuestra vida en las rutas. Ya  no necesita un lugar ajeno para descansar,  porque estaciona a un lado de la ruta y el  camión es su segunda casa.

Después de una breve pausa, Joaquín le explicó:

—El camión podrá ser su segunda casa pero no su segundo hogar, porque cuando llega y me besa en la frente o  me abraza,  siento una felicidad inmensa, a tal punto que salto de alegría. Podrá tener turno para descargar en el puerto, pero yo lo espero siempre.

Lágrimas con sonrisa de emoción sellaron ese momento de nostalgia con un abrazo. El timbre del teléfono condujo a la rutina de nuevo.  Era el papá de Joaquín quien avisaba que llegó de Rosario y mañana iría a almorzar allí con el resto de la familia.